La moral no viene de Dios o de la religión. Es innato, conectado a cada ser humano. Es un subproducto del instinto de supervivencia.
En las brumas oscuras de la prehistoria, un ser humano primitivo vio a otro, un extraño. En lugar de tratar de matarse entre ellos, hicieron un trato que resultó en la supervivencia de ambos. “No te mataré si no me matas”, acordaron.
Pronto, se hizo evidente que esta reciprocidad se aplicaba a casi todos los aspectos de las relaciones humanas. Se hizo conocida como la regla de oro. Esta es la esencia de toda moralidad y la voz que escuchamos cuando nuestra conciencia nos molesta.
Desafortunadamente, el instinto de supervivencia tenía otros corolarios: miedo y avaricia, la sensación exagerada de que, sea lo que sea que tengas, no es suficiente. O alguien puede quitártelo.
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En cada individuo, esos dos corolarios del instinto de supervivencia luchan con la Regla de Oro. La experiencia vital y la composición psicológica dictan cuáles de estas reacciones instintivas prevalecen en un momento dado.
Y ninguno de ellos tiene nada que ver con Dios o con la religión, aunque la religión sirve ocasionalmente para recordarnos lo que ya está dentro de nosotros.